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Entre los Kalash

Un relato sobre un viaje entre esta increíble comunidad en el norte de Pakistán. Los kalash no son como los demás, desde sus rasgos faciales hasta su religión. Coloridos y tímidos, son cautelosos con el extraño, pero se vuelven encantadoramente abiertos si consigues establecer un contacto de amistad. Muchos de sus antiguos trajes y tradiciones aún están intactos. ¿Pero por cuánto tiempo?

El cuatro por cuatro sobresalta a paso lento sobre el terreno accidentado. Dentro de él, yo también sobresalto en cada hoyo y roja en el camino. Jafar, nuestro conductor, me mira y sonríe. Ha pasado casi una hora desde que dejamos la carretera principal para unirnos al camino que se adentra en el valle de Birir, en el norte de Pakistán. Serán las once de la mañana y el sol de agosto empieza a notarse. El pueblo no debería estar muy lejos, pero aparentemente ni siquiera nuestro guía sabe exactamente dónde está. Bordeamos el río por un sendero construido en la cresta de la montaña. De repente, el camino gira bruscamente en una curva y, en el otro extremo, aparece frente a nosotros un puente colgante de madera que conecta las dos orillas. Nos bajamos del cuatro por cuatro sin ocultar nuestra emoción. Más allá del puente, una aglomeración de casas de madera y piedra se muestra a los ojos como un espectáculo. El pueblo sube por la ladera de la montaña alrededor de una escalera sinuosa de tierra apisonada y tablones de madera.

Vinimos aquí para pasar cuatro días entre los Kalash en sus tres valles al oeste de Citral: Birir, Bambouret y Rumbur. Los Kalash descienden del pueblo del antiguo Kafiristán, una región histórica que se extendía a los pies de la cordillera del Hindu Kush, en un territorio que cruza la frontera entre el actual Afganistán y Pakistán. El nombre Kafiristán significa literalmente "tierra de los infieles" en farsi, y designa una comunidad de personas de religión animista, por lo tanto, no islámica. Incluso hoy, los Kalash representan una minoría diferente en Pakistán tanto religiosa como culturalmente. Cuanto diferente, pronto lo descubriríamos.

Cruzo el puente con un sentimiento de extrema curiosidad, casi sin apartar los ojos de la maraña de casas, tratando de vislumbrar alguna figura en movimiento. No veo a nadie. Mis compañeros de viaje deben haber llegado ya a la parte superior de la aglomeración. Empiezo a subir los escalones. El silencio del valle sólo se rompe con el sonido del río. Sigo mirando a mi alrededor sin ni siquiera saber qué buscar. Las puertas de las casas están entreabiertas o abiertas. De repente, veo un movimiento con el rabillo del ojo: un flash de colores a través de las grietas entre las tablas de madera desgastadas. Una mujer se asoma desde un balcón, me mira y, por un instante, se detiene estupefacta. Probablemente no esperaba un transeúnte tan extrañamente fuera de lo común: gafas de sol, gorra con visera vuelta hacia atrás, camiseta de manga corta (casi completamente mojada de sudor), mochila y cámara. "Hola". Saludo y sonrío. Código internacional, supongo. Levanta la mano para saludar y, al hacerlo, no puede contener una risa que cubre con la mano como avergonzada.

Las mujeres kalash no suelen cubrirse la cabeza con un velo, o al menos no parece ser una imposición. Tienen coloridos tocados circulares abiertos en la parte superior y adornados con conchas y piedras de colores tejidas para formar dibujos. Una banda unida a la parte trasera cuelga de la espalda recordando los mismos bordados. Llevan vestidos largos de algodón negro finamente bordados con hilos de lana de colores. Cinturones también de lana tejida y cantidades espectaculares de collares de granos multicolor completan el conjunto. Tradicionalmente, la confección de prendas es un asunto doméstico. Caminando por los pueblos, es común encontrarse con mujeres atareadas frente a una máquina de coser o tejiendo hilos en sus telares con manos expertas. Me río frente a la ironía de la comparación. Ellas y yo: un turista extranjero que no puede dejar de sudar llevando la mínima cantidad de ropa bajo el sol veraniego de Pakistán.

Continúo mi ascenso por los escalones. Hay tres niños parados en un rincón, en un rellano. Los ojos entreabiertos, el rostro contraído en la mueca típica de quienes miran contra la luz del sol. Sus ropas son idénticas. Una camisa azul hasta las rodillas sobre un pantalón del mismo tejido y un sombrero verde con la inscripción "PAKISTÁN" debajo de una estrella que recuerda la bandera nacional. Asumo que se trate de una uniforme escolar.

Durante los días siguientes pedí poder visitar las escuelas. Los profesores (todos hombres) se mostraron felices y apoyaron de buen grado la iniciativa. En las aldeas principales, a menudo hay al menos dos escuelas primarias. Una gubernamental, así que supongo totalmente financiada por el estado, y el otra privada. En Rumbur tuve la oportunidad, acompañado de dos de mis amigos, de ver a ambas. La escuela gubernamental es una estructura de piedra, aparentemente de una sola habitación. Hay escritorios y una veintena de niños en total. Los machos agrupados en las dos primeras filas. Detrás de ellos, algunas filas de escritorios vacíos y, más atrás, en las filas a lo largo de la pared del fondo, las chicas con sus coloridos vestidos. Difícil de entender si era un arreglo aleatorio o no. La comunicación con el profesor fue complicada por el idioma. El inglés es uno de los idiomas oficiales en Pakistán, pero hay muy pocas personas Kalash con las que es posible tener una comunicación fluida en inglés. El Kalasha es el idioma comúnmente hablado en los valles, y los niños estudian Urdu y ingles en la escuela.


La escuela privada está ubicada en una estructura más compleja. Un patio exterior equipado para actividades recreativas y tres aulas según a la edad de los alumnos. Hay más profesores, uno de ellos, Aurang, habla un inglés perfecto. No hay escritorios y los niños están sentados en el suelo. De nuevo el mismo arreglo: los chicos sentados al frente y las chicas detrás. Por tanto, siento que no puede ser simplemente una coincidencia. Pero noto otra diferencia: las chicas llevan el velo en la cabeza. Debe ser una escuela de impostación musulmana.


Los tres niños en la escalera me miran hablándose en en voz baja mientras yo sigo subiendo hacia ellos. Su viva curiosidad parece estar frenada por un sentido de precaución. Cuando a unos metros de ellos levanto la mano y los saludo con una sonrisa, me responden casi al unísono "Hello – how are you – fine thanks". Suena como una poesía recitada de memoria, sin embargo, a juzgar por la sensación de hilaridad que acompaña a su gesto, debe parecerles una situación divertida. Divertido tanto como ellos, trato de establecer una comunicación básica, pidiéndoles que sean mi guía y me muestren el lugar. Se miran el uno al otro inquisitivamente. Entiendo que no acaban de entender mi solicitud y trato de expresarme torpemente con gestos que prontamente imitan con sarcasmo. Ya sea que hayan entendido el significado de mi solicitud o no, asienten con la cabeza y comienzan a subir las escaleras, volviéndose de vez en cuando para asegurarse de que les estoy siguiendo. Uno de ellos tiene cabello claro y ojos sorprendentemente verdes.

 

Estudios recientes de ADN han intentado dar una explicación al misterioso origen genético de los Kalash. Los resultados muestran una correspondencia con los caracteres de las gentes de Eurasia occidental. Otros estudios parecen mostrar que se trata de un grupo completamente separado de los demas. La leyenda según la cual descienden de los soldados macedonios que llegaron a esta zona durante las expediciones de conquista de Alejandro Magno, por fascinante que sea, es nada más que eso: una leyenda. Ya sea científica o mitológica la explicación que uno quiere darse, sigue siendo una experiencia cautivante ver en estos rostros, rasgos y colores tan distintos a los característicos de estas latitudes.

Mientras sigo subiendo, llego a escuchar las voces de mis compañeros de viaje. Los tres niños señalan con la mano hacia ellos y me dicen algo en su idioma. Entiendo que su interpretación de nuestra misión fue reunirme con el grupo. Hay un anciano entre mis amigos. Dice que es musulmán y se ofrece a acompañarnos para conocer el pueblo. Se mueve con actitud experta y gesticula de izquierda a derecha con las manos mientras camina. Entiendo muy poco, casi nada de lo que dice. No obstante, me muestro interesado y miro en la dirección que señala de vez en cuando. De repente, sin pausa alguna, sube los tres escalones que dan acceso al balcón de una casa. Entra y nosotros detrás de él. El balcón comunica con un patio abierto, al otro lado del cual una anciana señora nos mira inmóvil, tratando de entender lo que está pasando en su casa. El hombre va y le habla, mientras ella mueve la mirada alternativamente entre su interlocutor y nosotros, la imagen de la situación se va aclarando progresivamente en su mente. En cierto momento el hombre vuelve hacia nosotros seguido por la mujer que sonríe divertida y gesticulando llamativamente nos invita a entrar a la casa. Al entrar, noto un penetrante olor a humo, un preámbulo de la escena que estamos a punto de presenciar. En la casa hay otras mujeres, de hecho, parece que solo hay mujeres. Están frente a la cocina. Bloques cuadrados de piedra colocados contra una pared, rodean el fuego encendido, sobre el cual está suspendida una enorme tetera ennegrecida por el hollín. Una de las mujeres tiene puntos negros claramente marcados en las mejillas y la barbilla y otros en forma de cruz en la frente. No es un tatuaje como ella explica, sino una especie de maquillaje tradicional y simbólico. Su cabello está atado en trenzas. Cinco para ser exactos: una en la frente y dos a cada lado de su cabeza. Sujeta a una niña de pocos años con el pelo prácticamente rapado. La niña nos mira con indiferencia, mientras su madre sonríe asombrada de como una escena doméstica aparentemente irrelevante para ella puede resultarnos tan interesante.

La economía Kalash es básica pero autosuficiente. La agricultura y la ganadería satisfacen las necesidades primarias. La construcción y la producción de prendas de vestir también se gestionan en gran medida dentro de la comunidad. Se mantienen muchas de las costumbres y celebraciones del pasado. En un análisis superficial, parecería que los Kalash se encuentran entre las pocas comunidades que permanecen atadas a las tradiciones y resisten el empuje de la globalización. Un observador más atento, sin embargo, no pasaría por alto las antenas satelitales montadas en los techos (algunas de las cuales están hechas de chapa y ya no de madera). Fue divertido ver a la familia que dirigía nuestra guest house en Bambouret viendo una película al estilo de Bollywood en su televisor de pantalla plana LCD gigante. O no es tan extraño entrar a una casa con un entorno maravillosamente exótico y artesanal y ver una computadora en una mesa de madera decorada con incisiones de inspiración ancestral. Tampoco debería sorprendernos la escena de una madre que intenta bordar un vestido tradicional con a su lado una niña pequeña jugando con un smartphone. Después de todo, ¿por qué deberíamos hacerlo? El mundo que los rodea cambia, evoluciona. Pretender que las nuevas generaciones de Kalash no quieran lo que nosotros queremos y promocionamos sería hipocresía. Me gusta pensar que el mejor deseo para esta gente tan amable es encontrar la manera de unir el progreso y la tradición en un equilibrio en el que ninguno de los dos se quede atrás. Y sobre todo que, quizás partiendo de una inversión en educación, ellos mismos puedan convertirse en los artífices de su progreso, gestionar su innovación, en lugar de convertirse simplemente en un mercado para ser explotado por productores extranjeros.

Saludo cortésmente, mis amigos permanecen algunos minutos más con la familia. Salgo de la casa por el mismo balcón por el que entré. Me detengo en los tres escalones mirando a la calle. Una mujer de mediana edad y una niña salen de un rincón y se acercan a mí cogidas de la mano. Su ropa es un festival de colores al que lentamente me voy acostumbrando. Caminan con indiferencia, pasan a unos dos metros de mí sin mirar en mi dirección. Entiendo que, al fin y al cabo, mi condición de extranjero no tiene por qué ser necesariamente motivo de curiosidad. Las miro irse. Justo antes de doblar la siguiente esquina, la niña se da la vuelta sin detenerse y me mira. Al darse cuenta de que ella misma está siendo observada, en un santiamén se da vuelta hacia delante y desaparece por la esquina, para siempre.
 

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